domingo, 1 de febrero de 2009

Escritores

Por si le sirve a alguien como explicación de alguno de mis tortuosos procesos neuronales, allá va una lista de algunos de los escritores que han contribuido a moldearlos. No es exhaustiva, y por supuesto no todos los libros que he leido han conectado con mi mundo. Por ejemplo, por mucho que me gustara El Señor de los Anillos cuando lo leí, y me impresione el trabajo de J.R.R. Tolkien, he de reconocer que mi reino no es de ése mundo en particular. Lo mismo me pasa con Julio Verne, él quería ir a la Luna y yo me encontraba muy a gusto en Mompracem, Famagusta, o la Isla de La Tortuga, y soñaba (aún lo hago) con gritar: ¡A Maracaibo! desde el castillo de popa de un barco pirata.

De algunos he leído sólo un libro, pero lo he hecho mil veces, como Gog, de Papini. De otros, toda o casi toda su obra. Leonard Cohen está por sus novelas “El Juego Favorito” y “Los Hermosos Vencidos”, especialmente ésta última, que fue uno de los libros fetiche de mi adolescencia. El doctor Thompson no está aquí por su única novela, Miedo y Asco en Las Vegas, por mucho que me divierta, ni por sus escritos periodísticos, que también, sino porque cuando leí su nota de suicidio me dí cuenta de que, de seguir así, cualquier día podía ser perfectamente la mía. De todos ellos, con quien quizá me siento más identificado, tanto por sus personajes como por su propia vida incluyendo su triste caída acusado de impostor, es con Jerzy Kosinski. Aprovecho esto para reivindicar que un escritor tiene derecho a inventarse a sí mismo, máxime si la mayoría de su obra está basada en personajes que hacen exactamente eso.

De memoria, sin tan siquiera asomarme a las estanterías, y sin orden ni concierto (la iré ampliando según caiga en imperdonables omisiones):

Emilio Salgari. Edgar Burroughs. Alejandro Dumas. Karl May. Mark Twain. Rudyard Kipling. Petronio. Los autores de Las Mil y Una Noches. Honoré de Balzac. Guy de Maupassant. Stendhal. Chauderlos De Laclos. Donatien Alfonse François de Sade. Oscar Wilde. Edgar Allan Poe. Howard Phillip Lovecraft. Ray Bradbury. Phillip K. Dick. Frank Herbert. Robert A. Heinlein. Pío Baroja. Gabriel García Márquez. Julio Cortázar. Mario Vargas Llosa. Alvaro de la Iglesia. Camilo José Cela. Jerzy Kosinski. Henry Miller. Anaïs Nin. Colette. Pauline Réage. Marguerite Yourcenar. Lawrence Durrell. Yukio Mishima. Leonard Cohen. William Burroughs. Jack Kerouac. Norman Mailer. Truman Capote. Tom Wolfe. Hunter S. Thompson. Boris Vian. Alfred Jarry. Sax Rohmer. Ann Rice. D.H. Lawrence. Aldous Huxley. Carlos Castaneda. Raimond Chandler. Dashiell Hammett. John Le Carré. Lewis Carroll. Brett Easton Ellis. Tom Robbins. Giovanni Papini…

Tangiers

Para Catherine

Dear Cat,

What I meant was about you soaking in a steaming Turkish bath being fed sweets of honey, ground almonds and hashish with chilled Malaga wine by two slender naked Moroccan girls, until you start losing your senses and feel like they spread your legs and begin shaving your Venus mound. The razor is cold against your hot skin and their fingers open the lips of your sex and they laugh as they make you lie on your belly and it looks like you are going to break the hot tiles with your hard nipples as they spread open your buttocks to reach the tight little hole, and the razor glides over your skin that is soft as a baby´s.

Then they start rubbing perfumed oil over your body, reaching with their fingers into both holes, making you shiver as they go deeper and deeper, and suddenly you realize that somebody else is there and you raise your bottom as you are entered from behind and two manly hands cup your breasts and your sex is dripping wet with oil and your own juices that are sweet as Malaga wine now and you feel my cock swelling inside you until it fills you up and you arch your back like a Cat and I push deeper and deeper and you explode as I come inside you.

You lean forward and rest your forehead in the tiles as I slide out of you, and pearly drops run down the soft inside of your thigh, and you stay still for a while, breathing, knowing that there is more to come.

Then you turn around, straddling my body, and start caressing my cock, slick with come and juices behind your back, running it up and down your crack, until it gets hard again and, squatting over it, you put its swollen head against your narrower entrance and you lower yourself very slowly, taking it, past its head, then the rest until it´s burning hot inside you, and my balls seem to be yours between your legs as you caress yourself, spreading the lips with your fingers, anointing your mound with its outflow. One of the girls kneels in front of you and starts lapping at your sex, open like a flower, and as you lean back you see that she has an ivory dildo, long and thick, slightly curved, carved to resemble the real thing, bulging veins and tight balls, and on the very second when you think that it must be too cold for your furnace she rams it in, and it´s hot and huge, and it stretches your inside until the thin wall that keeps both rods apart seems to disappear, and the girl starts pumping it in and out as you rock your hips in a grinding motion, wanting everything, anything.

And as you close your eyes you remember that morning at the beach, the boy selling oranges that grabbed your behind and then ran away all white flashing teeth, dropping two oranges that looked like nubile breasts in the sand, and suddenly he´s there with you, and it´s his cock inside you, and his hands cup your breasts as mine open your cunt to make his pounding deeper, and you are caught in a clamp of hard chests and arms, and you feel a blast inside your cunt as the dildo shoots a jet of warm milk inside you, and I feel its flow like lava in my balls, and I cannot hold it anymore and I discharge my own load, howling with pleasure, and you start coming like it´s not going to end.

There is a frontier in the mind, something like the sound barrier, and when you get to cross it you find yourself in a realm where it doesn´t matter who or what you are, and the only thing that remains is the beating of the drum of your senses.

American Pie

El mejor amigo de mi padre es también ingeniero, un alto funcionario público que hizo carrera en distintos puestos internacionales. Está casado con una mujer que fué bellísima en su juventud, y con la que tuvo ocho hijos. Por una completa coincidencia, tenían una casa en la playa a escasos dos kilómetros de donde nosotros teníamos la nuestra. A pesar de que nosotros éramos cinco entonces –mi hermano aún tardaría en llegar-, por cuestiones de diferencia de edad había poco contacto entre mis hermanas y sus dos hijas, así que sólo yo recorría con frecuencia aquellos dos kilómetros de playa hasta el caos que era aquella vieja casa de pescadores con el porche pintado de azul hasta el que, los días de mucho temporal, llegaba el Mediterráneo.

Yo era un año menor que el hijo mayor, y muy introvertido, y siendo el único chico de mi familia, me sentía intimidado por el ambiente de aquella casa, en la que los gritos de las peleas entre los hermanos pequeños se mezclaban con los de los mayores pidiendo la merienda, y siempre parecía haber alguien sangrando abundantemente por alguna herida. De alguna forma, el mayor me protegía desde que éramos pequeños y lo extraño es que, después de tantos años, no recuerdo una sóla conversación con él. Sólo largos paseos en bicicleta, y el sol, el mar y la arena. Su madre me adoraba, quizá porque yo hacía un esfuerzo por ser muy educado con ella, impresionado por la forma en que parecía estar criando ella sola a la tripulación de un barco vikingo.

El segundo hermano era un año menor que yo, y era el mejor de todos nosotros. Alto y guapo, siempre con una larga melena pajiza, no sólo era el más atractivo, sino el más inteligente, y a pesar de que tenía el leve tartamudeo de quien piensa mucho más deprisa de lo que puede pronunciar las palabras, cuando empezamos a entrar en la adolescencia las chicas se derretían al verle.

Su hermano mayor era el favorito de su padre, y él el de su madre, y había entre ellos una rivalidad casi violenta, así que nunca tuvimos mucho más contacto que durante aquellas comidas multitudinarias. El año que cumplí los diecisiete, mis padres vendieron la casa de la playa, y dejamos de vernos, ya que en Madrid no coincidíamos. Por supuesto, nuestros padres se veían con frecuencia, y mientras yo me iniciaba en el proceso sistemático y deliberado de autodestrucción que sería mi adolescencia y primera juventud, y su hermano mayor, más juicioso que yo, peleaba con la carrera, él era el protagonista de todas las cenas de amigos, el hijo perfecto que salía con sus amigos, hacía deporte, y sacaba matrícula de honor en una de las carreras más exigentes.

A los veintitrés años ya era ingeniero, y se marchó a hacer un curso de posgrado a una universidad americana. Cuentan que cuando volvió estaba imponente, con su casi uno noventa de estatura y su melena rubia parecía una estrella de rock. Una mañana poco después de volver, se levantó, cogió la escalerilla de madera de las literas en las que siempre había dormido con su hermano, y con ella bajo el brazo cruzó el paseo de la Castellana, hasta la iglesia de los Sagrados Corazones. Allí usó la escalera para alcanzar los peldaños metálicos que suben por el exterior de la torre, y desde lo más alto, se dejó caer, muy cerca de su antiguo colegio.

En algún punto de mis años lisérgicos, entre los dieciocho y los veinte, nos encontramos una última vez. Fue en una fiesta, en un chalet de una de esas idílicas colonias que aún quedan en el centro de Madrid, y ambos nos sorprendimos mucho de encontrarnos, ya que nunca habíamos tenido amigos comunes, ni frecuentado los mismos sitios. Al final de la noche en aquel salón del sótano, se formó un círculo para bailar y él vino a buscarme, pasádome el brazo por los hombros, y me llevó a bailar con él. American Pie, de Don McLean:

Them good ol’ boys where drinkin’ whiskey and rye
Singin’ “This will be the day that I die,
This will be the day that I die”

El Rey Negro

Un día, al poco de empezar la primaria, llamaron a mi madre del colegio, un centro privado laico, de clase media, con un método pedagógico centroeuropeo. Le dijeron que de acuerdo con sus tests, yo daba muestras de superdotación, y sugerían un centro especializado. Mi madre es una mujer educada, universitaria, pero claramente no comprendió lo que le estaban diciendo –el dinero y las molestias seguro que también tuvieron bastante que ver-, y rehusó diciendo que quería que me educara como los demás niños. Así me hizo dos regalos que con el tiempo tendrían una importante influencia en mi vida: un precoz acercamiento a la idea del infierno, y una férrea determinación para que si alguna vez tenía hijos tuvieran una infancia feliz.

La superdotación es una deformidad que se puede convertir en minusvalía, como el gigantismo. Tu cerebro funciona distinto, ante la misma imagen ves otras cosas, hablas diferente, haces las preguntas que nadie hace…y cuando eres un niño no entiendes por qué a los demás no les pasa, por qué no ven lo mismo que tú. En el seno de un grupo despierta agresividad, fascinación, miedo, envidia…A diferencia de la deficiencia psíquica, NUNCA produce piedad.

Mi padre es ingeniero de caminos, especialista en diseño de estructuras, un hombre tímido e introvertido, absorto por su trabajo, único poblador de un universo de ecuaciones con fondo de música de Brahms. De joven jugaba al ajedrez. Sin ser un gran jugador, le gustaba mucho jugar. De viaje de novios, de paso por Zurich, mi madre le regaló un precioso ajedrez de viaje de diminutas tallas de madera, con un estuche-tablero de marroquinería forrado de crepé de seda color crema, que era uno de sus tesoros.

Cuando yo era muy pequeño, me enseñó a jugar. Tenía siete años cuando, una tarde de domingo, le gané una partida. Puede que fuera humillación, u orgullo herido lo que ví en él, lo que de repente estuvo claro fué que algo había hecho mal. Nunca hasta hoy quiso volver a jugar. Yo he jugado miles de partidas desde entonces hasta que, como con casi todo, perdí el interés, pero hasta dónde yo sé, él nunca volvió a hacerlo, y esa partida marca el punto en que empezamos a separarnos, como dos placas tectónicas, lentamente y para siempre.

Cuando crecí un poco, le quité su ajedrez de viaje, sin tan siquiera pedírselo. El nunca me lo reclamó, y durante mucho tiempo siempre lo llevé encima. Un día me fui de casa, y el ajedrez quedó allí con casi todas mis cosas. Cuando por fin tuve una casa propia donde trasladar mis recuerdos, recuperé el ajedrez, pero, cosa extraña, el rey negro había desaparecido.

Ahora se invita a comer de vez en cuando, y parloteamos de forma incesante sobre casi todo, a través de una pared de cristal que sólo yo puedo ver, y le doy copas de dulce Tokai con el postre para que me hable de Budapest y no pensar que, aunque ya me mire con cariño, y puede que con un poco de orgullo, a mí ya no me importa.

Canción de Cuna

Cuando abrió los ojos, el mensajero estaba sentado a los pies de su cama, sonriendo afablemente. La caja era grande y plana, de madera de raíz de brezo, y el hilo dorado incrustado en su tapa dibujaba una filigrana con forma de tela de araña. El mensajero la abrió, levantando la tapa contra su pecho, de forma que ella pudiera ver su contenido. Cientos de pequeños bombones iguales en ordenadas hileras. Un intenso aroma de cacao, canela y cardamomo llenó la habitación.

-Toma uno,-dijo él

Ella le miró, confusa, y preguntó: -¿cuál?.

-No importa,- dijo él,- siempre será el más adecuado para ése momento. Algunos contienen recuerdos. Otros emociones. Algunos te harán sentir dolor, ese dolor del corazón que te recuerda que estás vivo y que evita que te olvides del dolor de los demás, o ese dolor más dulce, que es la otra cara del placer y que, combinado con éste, provoca el éxtasis. Otros harán que te sientas inundada de deseo y te ayudarán a romper las barreras que te impiden buscar a tu alrededor alguien con quien calmar tu sed. Dentro de algunos están los olores de tu infancia, y puede que incluso encuentres el aroma de algún amante del que ya casi no recuerdas el rostro, sino su rastro en unas sábanas arrugadas. Encontrarás el día en que, por primera vez bajaste en tu bicicleta por la cuesta de la playa hasta caer en la arena, y sentirás de nuevo el viento salado en la cara. Unos son salados, como las lágrimas, y otros son dulces como tus primeros pasteles. Dentro de esta caja está toda tu vida.

Mientras sujetaba uno, por fin, con las yemas de dos dedos, con la impresión de que lo notaba palpitar levemente, como un pequeño corazón, preguntó:

-¿Cuándo volverás?- Y se metió la pequeña esfera en la boca.

Y la canción de cuna resonando en sus oídos le volvió a traer la voz de su madre joven, y mientras la almohada se convertía en unos pechos aliviados, y la sensación de paz la arrastraba a la inconsciencia, oyó al mensajero decir:

- Cuando vuelvas a estar preparada.