domingo, 1 de febrero de 2009

American Pie

El mejor amigo de mi padre es también ingeniero, un alto funcionario público que hizo carrera en distintos puestos internacionales. Está casado con una mujer que fué bellísima en su juventud, y con la que tuvo ocho hijos. Por una completa coincidencia, tenían una casa en la playa a escasos dos kilómetros de donde nosotros teníamos la nuestra. A pesar de que nosotros éramos cinco entonces –mi hermano aún tardaría en llegar-, por cuestiones de diferencia de edad había poco contacto entre mis hermanas y sus dos hijas, así que sólo yo recorría con frecuencia aquellos dos kilómetros de playa hasta el caos que era aquella vieja casa de pescadores con el porche pintado de azul hasta el que, los días de mucho temporal, llegaba el Mediterráneo.

Yo era un año menor que el hijo mayor, y muy introvertido, y siendo el único chico de mi familia, me sentía intimidado por el ambiente de aquella casa, en la que los gritos de las peleas entre los hermanos pequeños se mezclaban con los de los mayores pidiendo la merienda, y siempre parecía haber alguien sangrando abundantemente por alguna herida. De alguna forma, el mayor me protegía desde que éramos pequeños y lo extraño es que, después de tantos años, no recuerdo una sóla conversación con él. Sólo largos paseos en bicicleta, y el sol, el mar y la arena. Su madre me adoraba, quizá porque yo hacía un esfuerzo por ser muy educado con ella, impresionado por la forma en que parecía estar criando ella sola a la tripulación de un barco vikingo.

El segundo hermano era un año menor que yo, y era el mejor de todos nosotros. Alto y guapo, siempre con una larga melena pajiza, no sólo era el más atractivo, sino el más inteligente, y a pesar de que tenía el leve tartamudeo de quien piensa mucho más deprisa de lo que puede pronunciar las palabras, cuando empezamos a entrar en la adolescencia las chicas se derretían al verle.

Su hermano mayor era el favorito de su padre, y él el de su madre, y había entre ellos una rivalidad casi violenta, así que nunca tuvimos mucho más contacto que durante aquellas comidas multitudinarias. El año que cumplí los diecisiete, mis padres vendieron la casa de la playa, y dejamos de vernos, ya que en Madrid no coincidíamos. Por supuesto, nuestros padres se veían con frecuencia, y mientras yo me iniciaba en el proceso sistemático y deliberado de autodestrucción que sería mi adolescencia y primera juventud, y su hermano mayor, más juicioso que yo, peleaba con la carrera, él era el protagonista de todas las cenas de amigos, el hijo perfecto que salía con sus amigos, hacía deporte, y sacaba matrícula de honor en una de las carreras más exigentes.

A los veintitrés años ya era ingeniero, y se marchó a hacer un curso de posgrado a una universidad americana. Cuentan que cuando volvió estaba imponente, con su casi uno noventa de estatura y su melena rubia parecía una estrella de rock. Una mañana poco después de volver, se levantó, cogió la escalerilla de madera de las literas en las que siempre había dormido con su hermano, y con ella bajo el brazo cruzó el paseo de la Castellana, hasta la iglesia de los Sagrados Corazones. Allí usó la escalera para alcanzar los peldaños metálicos que suben por el exterior de la torre, y desde lo más alto, se dejó caer, muy cerca de su antiguo colegio.

En algún punto de mis años lisérgicos, entre los dieciocho y los veinte, nos encontramos una última vez. Fue en una fiesta, en un chalet de una de esas idílicas colonias que aún quedan en el centro de Madrid, y ambos nos sorprendimos mucho de encontrarnos, ya que nunca habíamos tenido amigos comunes, ni frecuentado los mismos sitios. Al final de la noche en aquel salón del sótano, se formó un círculo para bailar y él vino a buscarme, pasádome el brazo por los hombros, y me llevó a bailar con él. American Pie, de Don McLean:

Them good ol’ boys where drinkin’ whiskey and rye
Singin’ “This will be the day that I die,
This will be the day that I die”

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