domingo, 1 de febrero de 2009

El Rey Negro

Un día, al poco de empezar la primaria, llamaron a mi madre del colegio, un centro privado laico, de clase media, con un método pedagógico centroeuropeo. Le dijeron que de acuerdo con sus tests, yo daba muestras de superdotación, y sugerían un centro especializado. Mi madre es una mujer educada, universitaria, pero claramente no comprendió lo que le estaban diciendo –el dinero y las molestias seguro que también tuvieron bastante que ver-, y rehusó diciendo que quería que me educara como los demás niños. Así me hizo dos regalos que con el tiempo tendrían una importante influencia en mi vida: un precoz acercamiento a la idea del infierno, y una férrea determinación para que si alguna vez tenía hijos tuvieran una infancia feliz.

La superdotación es una deformidad que se puede convertir en minusvalía, como el gigantismo. Tu cerebro funciona distinto, ante la misma imagen ves otras cosas, hablas diferente, haces las preguntas que nadie hace…y cuando eres un niño no entiendes por qué a los demás no les pasa, por qué no ven lo mismo que tú. En el seno de un grupo despierta agresividad, fascinación, miedo, envidia…A diferencia de la deficiencia psíquica, NUNCA produce piedad.

Mi padre es ingeniero de caminos, especialista en diseño de estructuras, un hombre tímido e introvertido, absorto por su trabajo, único poblador de un universo de ecuaciones con fondo de música de Brahms. De joven jugaba al ajedrez. Sin ser un gran jugador, le gustaba mucho jugar. De viaje de novios, de paso por Zurich, mi madre le regaló un precioso ajedrez de viaje de diminutas tallas de madera, con un estuche-tablero de marroquinería forrado de crepé de seda color crema, que era uno de sus tesoros.

Cuando yo era muy pequeño, me enseñó a jugar. Tenía siete años cuando, una tarde de domingo, le gané una partida. Puede que fuera humillación, u orgullo herido lo que ví en él, lo que de repente estuvo claro fué que algo había hecho mal. Nunca hasta hoy quiso volver a jugar. Yo he jugado miles de partidas desde entonces hasta que, como con casi todo, perdí el interés, pero hasta dónde yo sé, él nunca volvió a hacerlo, y esa partida marca el punto en que empezamos a separarnos, como dos placas tectónicas, lentamente y para siempre.

Cuando crecí un poco, le quité su ajedrez de viaje, sin tan siquiera pedírselo. El nunca me lo reclamó, y durante mucho tiempo siempre lo llevé encima. Un día me fui de casa, y el ajedrez quedó allí con casi todas mis cosas. Cuando por fin tuve una casa propia donde trasladar mis recuerdos, recuperé el ajedrez, pero, cosa extraña, el rey negro había desaparecido.

Ahora se invita a comer de vez en cuando, y parloteamos de forma incesante sobre casi todo, a través de una pared de cristal que sólo yo puedo ver, y le doy copas de dulce Tokai con el postre para que me hable de Budapest y no pensar que, aunque ya me mire con cariño, y puede que con un poco de orgullo, a mí ya no me importa.

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